Iniesta de mi vida!

Andrés Iniesta

Érase una vez un niño de Fuentealbilla paliducho, delgadito y no muy alto que soñaba con ser jugador de fútbol mientras crecía en las categorías inferiores del Albacete. Un día, a sus doce años, recibió la llamada de un gigante, el FC Barcelona, requiriéndole para formar parte de su cantera. En ese momento la vida de Andrés Iniesta y la de sus padres cambió para siempre.

Sencillo, humilde, honesto y, por encima de todo, compañero,  Iniesta fue creciendo como jugador a lo largo de su estancia en La Masía. Lejos de su familia, sus amigos y su tierra natal, Andrés entrenaba cada día con un objetivo claro: vestir la camiseta del primer equipo del Barsa. No tardó mucho en lograr esa meta. A los dieciocho años, mientras uno pensaba en salir de fiesta cada sábado sin saber a qué dedicarse en la vida, Iniesta debutaba en primera división.

Innumerables títulos, premios, y, en definitiva, éxitos deportivos son los conseguidos por Iniesta con el club de su vida y con la camiseta de la Selección. También momentos difíciles y derrotas dolorosas, como la sufrida en Roma en la actual edición de la Champions League. Dieciséis años en la élite deportiva que, no solo le hicieron crecer como jugador de fútbol, sino que sirvieron para grabar a fuego en su personalidad aquellos valores que ya mostraba de niño.  Valores de los que también pueden presumir compañeros de plantilla como Carles Puyol, y jugadores que han sido el referente del eterno rival. Por ejemplo, Íker Casillas.

Precisamente fue este elenco de futbolistas el que, con un gol de Andrés,  consiguió para España su primera y única Copa del Mundo aquella calurosa tarde del 2010 en la que, tras su remate con la pierna derecha en el minuto 116, el país registró un seísmo de magnitud incalculable. No solo por lo que suponía a nivel deportivo, sino porque sirvió de desahogo y de vía de escape para una sociedad sumida en una puñetera crisis económica donde lo más comentado era la prima de riesgo o el rescate bancario. ¿Qué tal si recordamos el momento?

Esta semana Andrés se despidió del fútbol de primer nivel. Lo hizo entre lágrimas, consciente de que ponía punto y aparte a una importante etapa de su vida. Si algo le debe el fútbol a Iniesta es un Balón de Oro. Pero, eso no importa, tiene el respeto y la admiración de todo un país. Y es que estamos hablando del mago de Fuentealbilla, ese que cuando los niños buscaban ansiosos a Ronaldinho para hacerse la foto, se acercaba amablemente para premiarles con su posado. Quién les diría a estos benjamines que el destino daría un valor incalculable a esa instantánea, la que casi no revelan porque aquel jugador no era el cromo más buscado.

Para muestra un botón. Esto lo escribe uno que también soñaba con ser jugador de fútbol profesional cuando era niño, pero se conforma con ser del Real Madrid y presumir de haber visto jugar a Andrés Iniesta Luján. El Iniesta de nuestras vidas.

 

Gracias mamá!

Madre e hija

No es ninguna novedad pero, lo confieso, soy miedicas. Paso doble llave a la puerta cada vez que entro en casa, aunque sea solo para cambiarme, y evito volver sola por la noche. Y, cuando lo hago, agarro tan fuerte el teléfono que le concedo una capacidad protectora que le queda grande. Lleve paraguas, carpeta o, incluso, un ordenador bajo el brazo, esa llamada no falla: al otro lado de la línea, mi madre.

En una reciente comida con una amiga con la que, además de ausencia de horarios, comparto temores, concluimos que, cuando la jornada de trabajo se extiende y decidimos que no podemos gastarnos lo ganado en un taxi, hacemos la misma llamada porque no hay otra posible. Esa generosidad de las madres, ese tú primero y ya veremos que pasa con mis horas de sueño, es casi una ilusión. Y es que hay mil formas de coger el teléfono, pero todas implican sacrificio: trabajos a medias o dobles trabajos, carreras a la cocina cuando ellas engullirían cualquier cosa, el libro infantil en lugar del de adultos, Disney sin París… Cambian las formas pero el gesto es el mismo. La frase de un antiguo compañero de trabajo se vuelve enorme: “El día que pierdes a tu madre, pierdes doble. A la ausencia de un ser querido, se le suma ese miedo egoísta de saber que no volverás a tener un apoyo incondicional”.

El tiempo pasa. De las caídas va uno intentando levantarse solo. Solo, y en silencio,  que sin un círculo alrededor parece que se yergue uno con más soltura. Ellas pueden empezar a conjugar el verbo priorizar de forma diferente, pero siguen ahí para cuando las necesitas. Y no hay nada que valga más que las manos que se extienden cuando la escalada se inicia en solitario: todos, en algún momento, necesitamos a alguien.

Este es, para las dos patas de este blog, un fin de semana de celebración. Por partida doble. Distintos años, pero mismo mes, mismo día. Hablamos de madres porque las nuestras cumplen años y hay una palabra tan o más apropiada que felicidades: gracias, muchas gracias por tanto.

Infancia robada

Parque infantil

Eran las 15.05 horas y se preparaba para comer. Sobre la mesa, el plato que recalentó en el microondas por las prisas y el mando de la caja tonta. Le llamaba así cuando sus hijos se abalanzaban uno sobre el otro como si estuviesen poseídos para alcanzarlo: sonrió al pensar en aquella vez que la mayor lo escondió en la lavadora y lo vieron dando vueltas sobre la ropa. “¡Y nunca le descubrimos los pies!”, les dijo. A puerta cerrada, bromearon, a puerta abierta, no hubo mando (ni televisión) en una buena temporada: el día que le levantaron el castigo, lo hicieron para todos.

Primer contacto. Era una de esas noticias que le obligaban a hacer zapeo. De las que siempre hacían que se le atragantase la comida, pero conseguían su atención. Un no querer saber, pero mirar de reojo. Una sensación que se terminó el día en que encontró las cámaras en su rellano y no en la pantalla.

“Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz”. La frase le cayó encima. La leyó por primera vez cuando no sabía que tenía, pero lo tenía, todo el tiempo del mundo para sumergirse en otras vidas. Las novelas policíacas aportaban esa adrenalina que le faltaba al día pero, aquella vez, Agatha Christie le tendió una reflexión en lugar de una distracción. La alejó de esa evasión que perseguía cuando cambiaba de canal. “¿Cómo prevenirles de los monstruos sin robarles la ingenuidad?”. Así debieron nacer los cuentos, pensó. Solo un problema: los malos siempre se encuentran de puertas para afuera.

No abrir a desconocidos. No aceptar sus caramelos. No irse con ellos. Mirada sobre el televisor y cabeza en dos pisos más abajo: todos los consejos dados hablaban de extraños. Los de su vecina seguro que también. Subió el volumen y comprobó que, una vez más, las pesquisas policiales investigaban el entorno más próximo al niño. Ese que debería ser refugio para ahuyentar las pesadillas y que la infancia sobreviva: hacerles mirar con desconfianza a los suyos y al mundo que les rodea es convertirlos en adultos demasiado pronto.