Mentirijillas

taximetro

Juana no puede ser de este mundo. Del mismo que el mío. Apenas transcurren unos minutos de las ocho de la mañana y el aroma a vainilla se evapora entre el aseo y la puerta de salida. Su lado de la cama, el izquierdo, elección consensuada para que nuestros cuerpos recuperen la posición fetal hacia el mismo costado y ganar espacio, está hecho. Puedo leer mis iniciales en el revés de las sabanas. Y yo sin desvelarme. Sigo sin comprender como lo hace.

Es domingo por la mañana, y darse prisa carece de toda lógica. La población al completo ha abandonado el planeta. No sé el de Juana. Me pongo al día con mis compañeros y subo al taxi, la radio no tarda en convertirse en la mejor compañía. Las noticias del día, con muchos sucesos estrambóticos, primero; música, después. No te doy ni la hora suena a todas horas. Ya la tarareo, sin darme cuenta, Uh na na, uh na na. Incluso la silbo. Hasta agradecí la petición de los primeros clientes del día: “¿Puede bajar el volumen?, Tengo que realizar una llamada”. Hay vida en la Tierra.

El viaje bien (…) Sí, sí, traigo todo conmigo. Marta me recogió en la estación y ahora estamos en un taxi”. Miro por el retrovisor, dos manos se entrelazan vergonzosas y juegan a leerse las rayas de la vida. Quien dio la dirección en la que pasar de las manos a los labios fue un varón. Mantengo la música al mínimo. Entre susurros, el día torna divertido, y eso que no daba nada por él. Pensarán que soy un entrometido, pero el aburrimiento mata. Lo dicen sus orígenes. Del latín abhorrere: ab (sin), horrere (horror). ¿Tiene sentido nuestra existencia sin nada que temer?

Pagaron. Esperaron por el céntimo de vuelta y se fueron sin despedirse. Estaban ensimismados el uno con el otro. Era como si su vida hubiera transcurrido entre domingos por la mañana y por fin se hubieran encontrado con otro ser de la misma especie. Vuelta a la soledad. La ciudad parece mucho más pequeña de lo habitual. Se respira tranquilidad. Se respira, sin añadidos. Lejos de bocinazos, tubos de escape, peatones cruzando en rojo y coches abalanzándose sobre los pasos de cebra bastan minutos para atravesarla.

Las 13.00 horas. La voz de Michael Robinson se entremezcla con la de un cuarentón que, antes de ponerse el cinturón, ya tiene abierto el maletín que le acompaña y del que va sacando los papeles que no tardan en invadir los asientos traseros. La ojeada, en esta ocasión, era para ver si el nuevo ocupante se prestaba a tener conversación. Habla, mucho, pero no conmigo. No hace falta que lo pida, apago a mi buena amiga: “Voy de camino, encarga algo para comer, el tiempo se nos echa encima”. Nuevo telefonazo. Sin duda, va dirigido para otra persona, a unas de esas a las que hay que agradar. De las que las cosas las piden para ayer. Dejó de tutear. “Insisto, no hay nada de lo que deba preocuparse, ya está todo listo. Mañana lo comentamos”. Vuelvo a mirar, está absorto en los papeles. Una faena. Concluirá la mañana sin comentar el debut de Cristiano en la liga italiana.

Una mañana, dos carreras de poco recorrido. Paro en el ultramarinos que está a dos calles de mi vivienda. Crece constantemente: no sé si es buena señal o todo lo contrario. Me temo que lo segundo. En las cinco estanterías que atraviesan de arriba a bajo las paredes pueden verse cada vez más productos apelotonados. De tanto diversificar, apenas hay espacio para el pan. Justo al lado de los molletes veo la colonia que tanto tiempo le llevo regalando a Juana. La cambiaron de sitio. Espero a que la dependienta termine de atender a una clienta que, este verano, de intenso calor, no debió exponerse al sol. Lamenta su color. “Para nada, para nada, tengo clientas que están mucho más blancas. Usted está fenomenal, pero estos polvos le darán un toque de luminosidad, seguro que queda encantada”. Mi turno. Entro en casa con dos paquetes bajo el brazo.

Juana ya ha llegado, pero no percibe mi presencia. Va de aquí para allá. Una mano en la cocina, otra para terminar de poner la mesa en el salón y una tercera para recoger la ropa de la lavadora. Me dispongo a prestarle una cuarta. Sonríe. Y hace la pregunta. Se preocupa por mi jornada. “La mañana bien, hubo movimiento, mereció la pena madrugar”. Es domingo. Día de descanso, de dar tregua a la cabeza, de tener la fiesta en paz. La colonia no puede parecerme más oportuna. “Ooohh vainilla, me encanta, gracias”.

 

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3 comentarios sobre “Mentirijillas

  1. Nuestro interlocutor es un cronista mudo de los acontecimientos de
    nuestra sociedad, visionario de los avarates de la vida, redactor en
    privado de sucesos, no pertenece a ningún equipo de expertos analistas
    pero deduce tendencias políticas, en ocasiones es un asesor confidencial, consejero emocional, en definitiva, es una profesión muy completa y
    poco reconocida. Y al ser un humano, también, en él se
    asienta parte de todo el elenco de aptitudes positivas o negativas para
    decorar, describir o camuflar, su realidad.

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  2. Efectivamente, a lo largo de nuestra vida, y en numerosas ocasiones pronunciamos frases que no son ciertas, pero el ánimo no está en mentir, sino en evitar preocupaciones, o simplemente no entristecer al que van dirigidas. Son, como indica el título, «mentirijillas» cuyo fín no es negar la verdad.

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