Perú: Machu Picchu y sus templos

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Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas. Cuando uno piensa en Perú, lo primero que asoma a la mente es Machu Picchu. La montaña vieja. La ciudad perdida de los incas. Una de las siete maravillas del mundo. Ya lo adelanta Germán mientras descifra los misterios de su gran puerta de entrada, el Valle Sagrado, y observa como otros observan con los ojos desorbitados: “Falta la guinda del pastel”. No yerra. La más grata compañía de esa expresión es la boca bien abierta. Machu Picchu lo consigue: la cara se armoniza. Y uno recuerda a Lorca. Ese verde, que se columpia entre el amarillo y el azul, y simboliza la esperanza. La esperanza que los incas depositaban en Wiracocha, el dios creador; o en la Pacha Mama, patrona de la fertilidad, para que la lluvia regase sus cultivos. Unos cultivos que, en el gran legado de los incas, proporcionaban alimentos para mil personas. El verde, además de esperanza, es vida.

Como lugar sagrado que fue, los templos a los dioses son la construcción predominante. Se cuentan hasta cinco. El del sol, el de la luna, el del cóndor, el de las tres ventanas y el templo principal. Cada uno guarda su por qué y sus misterios. Si en el del cóndor uno puede imaginar al “mensajero de los dioses” con tan solo tomar un poco de distancia, el templo de las tres ventanas alude probablemente al número sagrado de los incas y muestra el más fatigoso de los puzzles: los bordes de las piedras, cortadas con herramientas de piedra o bronce, se pulían hasta que encajaban a la perfección. A lo largo, tres respiros, para que la estancia se llene de luz durante el solsticio de invierno. A pocos metros, se encuentra el templo principal. No es distancia, pero se tarda en recorrerla. A cada paso, el esfuerzo de memorizar aquello que los ojos disfrutan. El espacio en el que adorar a Wiracocha posee una estructura wayrana: cuenta con solo tres paredes, construidas con bloques rectangulares de piedra que, en algunos casos, pesan decenas de toneladas. Eso es Machu Picchu. Unas construcciones imposibles, para las herramientas que poseían, en un entorno que cobra vida propia: 2.350 metros de altura. De vértigo. Con una vista al valle de Urubamba en la que, repentinamente, el verde no es verde, sino gris. Hay que admirarlo como parte del encanto. Las montañas vecinas desaparecen: solo queda la ciudad perdida. Un lugar de culto, de acariciar las estrellas; o de residencia de Pachacútec, el noveno inca. Quién sabe. Queda mucho por descubrir.

Pero, en Perú no es todo verde.

Es azul. Como el Pacífico, que de pacífico no tiene nada y se llena de surferos; o como el lago Titicaca, que comparten con Bolivia y en el que las truchas tienen un sabor especial. Es marrón. Como el desierto de la costa sur, en el que se encuentra la Reserva Nacional de Paracas. O gris. Como el Altiplano. Como su punto más alto, La Raya, donde llamas y alpacas logran sobrevivir. Tiene mérito. Cerca de los 4.000 metros de altura nada queda del verde de la Reserva Amazónica. El arcoíris se hace pequeño para un país en el que abundan los contrastes. En el que es difícil, muy difícil, escoger qué visitar.

Comencemos por donde se debe. Por el principio: Lima, el bullicio del Pacífico.

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