Eran las 15.05 horas y se preparaba para comer. Sobre la mesa, el plato que recalentó en el microondas por las prisas y el mando de la caja tonta. Le llamaba así cuando sus hijos se abalanzaban uno sobre el otro como si estuviesen poseídos para alcanzarlo: sonrió al pensar en aquella vez que la mayor lo escondió en la lavadora y lo vieron dando vueltas sobre la ropa. “¡Y nunca le descubrimos los pies!”, les dijo. A puerta cerrada, bromearon, a puerta abierta, no hubo mando (ni televisión) en una buena temporada: el día que le levantaron el castigo, lo hicieron para todos.
Primer contacto. Era una de esas noticias que le obligaban a hacer zapeo. De las que siempre hacían que se le atragantase la comida, pero conseguían su atención. Un no querer saber, pero mirar de reojo. Una sensación que se terminó el día en que encontró las cámaras en su rellano y no en la pantalla.
“Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz”. La frase le cayó encima. La leyó por primera vez cuando no sabía que tenía, pero lo tenía, todo el tiempo del mundo para sumergirse en otras vidas. Las novelas policíacas aportaban esa adrenalina que le faltaba al día pero, aquella vez, Agatha Christie le tendió una reflexión en lugar de una distracción. La alejó de esa evasión que perseguía cuando cambiaba de canal. “¿Cómo prevenirles de los monstruos sin robarles la ingenuidad?”. Así debieron nacer los cuentos, pensó. Solo un problema: los malos siempre se encuentran de puertas para afuera.
No abrir a desconocidos. No aceptar sus caramelos. No irse con ellos. Mirada sobre el televisor y cabeza en dos pisos más abajo: todos los consejos dados hablaban de extraños. Los de su vecina seguro que también. Subió el volumen y comprobó que, una vez más, las pesquisas policiales investigaban el entorno más próximo al niño. Ese que debería ser refugio para ahuyentar las pesadillas y que la infancia sobreviva: hacerles mirar con desconfianza a los suyos y al mundo que les rodea es convertirlos en adultos demasiado pronto.
La brutalidad con los más indefensos..y desde dentro del propio clan es tan antigua como la humanidad,pero la novedad atroz de nuestra sociedad consiste en que la insistencia mediática traslada un miedo, a veces no suficientemente justificado, tan intenso a todo el entorno que se hace partícipe del mismo a los menores,quienes ,sin que por ello mejore sensiblemente su seguridad, se ven inmersos en una oscuridad y temor que no acaban de comprender.
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Los monstruos a menudo están en casa o cerca. Es una realidad invisible, puertas adentro, que los niños deben callar. Si hablan, no les creen o les amenazan. Los pequeños obedecen porque son sus mayores. A menudo pasan décadas hasta que se animan a contar
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