Mi cita turca

Globos de Capadocia
Foto de Claudia Ernica Vogel

La primera vez que lo vi eran las cuatro y media de la madrugada. Era verano, pleno mes de julio, pero hacía un frío de esos que, a pesar de no calar hasta los huesos, se mete en el cuerpo y deja a uno trastocado. Un fresco que iría despareciendo con la salida del sol hasta regalar un caluroso mediodía en el que las cazadoras daban paso a los sombreros. Pero, eso, es anticiparse: en nuestro primer encuentro tuve que recurrir a la linterna del móvil, bendito invento. La noche lo difuminaba todo, obligando a plegar bien los párpados, a hacer un esfuerzo con el que encontrarle en el medio de lo que diría que es la nada.

Era una cita concertada. Me dijeron hora y lugar y allí me planté, con cara de sueño pero entusiasmada. Sería injusto no reconocer que no fui a ciegas porque a ciegas ahora no se va a casi ningún lado: a los comentarios asegurando que sería el encuentro de mi vida le siguió el material gráfico. Fotografías y vídeos. Vídeos y fotografías. Una espiral de tentaciones que, sin dejar de girar alrededor del centro de la racionalidad, te aleja de ese punto de partida en el que el homo sapiens piensa.

No fue un flechazo, ya estaba advertida de que la magia tardaría unos minutos en aparecer. Quedamos a oscuras para descubrir lo bonito que es ver amanecer. Lo vi inflarse poco a poco, convirtiéndose en lo que me habían asegurado. Con el fuego los colores de mi cita empezaron a cobrar intensidad y, en el ambiente, la excitación vino de la mano de los nervios. Quien lo hizo lo recomienda: volar en globo es la atracción turística más importante de Capadocia. Paisajes de cuento, como las chimeneas de hadas, dan forma a la nada tan pronto el amanecer ilumina esta región de Anatolia Central de Turquía con tonos rojizos y rosáceos.

Los globos aerostáticos no despegan, se elevan. Lo hacen lentamente gracias a una mezcla de aire frío y caliente. Tan pronto el aire del interior de la vela se calienta para que sea menos denso que el del exterior, el globo inicia un recorrido que nunca se repite. La dirección la determina el viento y la hora de viaje se hace corta. Con la distancia, la perspectiva, y a la hora del descenso ya no importa que haya que agarrarse fuerte a las cuerdas de la cesta, que termina directamente en el remolque en el que transportarla. Apretar y mirar son la mar de compatibles cuando uno permanece hipnotizado. Al momento, todos felices en tierra firme, con botella de champán y un diploma para presumir.

La fotografía de este post es, sin embargo, cedida. Tampoco hay diploma alguno. Llegué a la cita puntual, pero solo pude imaginar cómo sería lo que no llegó a suceder. Cómo tendría que haber sido. La magia estuvo ahí hasta que dejó de estarlo. El globo se fue inflando con la ilusión de los presentes, recién levantados y acomodados a su lado, pendientes de algo que se nos escapa de las manos. Finalmente sopló. No mucho. A poco más de nueve kilómetros por hora. Lo suficiente para vivir el proceso de hinchamiento a la inversa y quedarnos compungidos viendo un amanecer que también es fantástico desde lo alto de Göreme.

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Chispazo en Dublín

 

Hay charlas que siempre concluyen con el mismo gesto. Una mano se desliza por el bolsillo en búsqueda del teléfono. Cuando conoces a alguien de quien merece la pena hablar hay una pregunta que apunta directamente a su físico y uno termina antes buscando en sus redes sociales que en describir a la persona. Es tan difícil convencer a nuestros interlocutores de que una persona es atractiva como de que una ciudad merece una visita. Pero lo que no consiguen las palabras tampoco lo logran las imágenes. Lo complicado de describir a alguien está en ese chispazo que se encuentra en la mirada de quien habla. Con Dublín pasa lo mismo. Una fotografía no le haría justicia: la separaría de ese encanto irresistible en el cara a cara.

La capital de Irlanda seduce por su ambiente. No importa que abunden los días grises o que el frío apriete, las calles están repletas de gente sonriente dispuesta a hablar el tiempo que le haga falta al visitante a acostumbrarse al acento. Cuando el sol se pone, las cervezas no dejan de desfilar por las mismas barras en las que distintos idiomas se entremezclan con la música que suena de fondo. Sabemos que es martes pero podría ser viernes. Una rubia y otra tostada, guinness por supuesto, en una de esas mesas que mantienen una estética similar a la de pubs vecinos. Son más de setecientos en la ciudad, pero The Temple Bar se reconoce rápidamente por su fachada roja vibrante y por la estatua de James Joyce que se encuentra en su interior. No es el único compañero, pronto se termina compartiendo mesa.

The Brazen Head, el pub más antiguo de Dublín; y The Church, la iglesia reconvertida en un local que aprovecha la parte superior, junto al órgano, como restaurante son también la prueba de esa conexión que se produce con la ciudad. No es de extrañar que sean muchos los dublineses que se animan a formar parte de City of a Thousand Welcome, la iniciativa con la que los turistas pueden conocer la ciudad de la mano de un lugareño de forma gratuita. Ya lo hacen en los pubs mientras se resguardan del frío.

El encanto de Dublín reside ahí, en el ambiente que le rodea. Vuelvo con imágenes emblemáticas. De Trinity College y su espectacular biblioteca, en la que se conserva el Libro de Kells, la iglesia de Saint Andrew o la Guinness Storehouse. Estampas que la convierten en una ciudad más entre un millón. Son sus puntos fuertes, bien merecen ser descubiertos, pero no consiguen por sí solos esa necesidad de hablar de la ciudad. De escribirle estas líneas. Su encanto reside en esa parte que es más difícil de describir: cuando decidimos que alguien es atractivo lo hacemos desde nuestra percepción. No debería haber nada más subjetivo que las sensaciones que una persona o un lugar nos despiertan. El chispazo lo cambia todo.

Médica por perseverancia

foto 2

Viajar es más que ver los lugares que tenemos delante. Es recorrer sus historias como se recorren las calles en las que éstas sucedieron. Las grandes construcciones lo son por lo que guardan en su interior. Detrás de la instantánea están los acontecimientos que las hacen memorables. Y personajes, como Sophia Jex-Blake, líder de Las siete de Edimburgo. El primer grupo de mujeres en matricularse en una universidad británica no lo tuvo fácil.

Sophia nació en la ciudad de Hastings en 1840. Fue una niña inquieta, demasiado para el tiempo en el que le tocó nacer. A los diez años ya había rellenado sus cuadernos con su primera historia, en la que dio forma al imaginario reino de Sackermena. Escribiría más, pero el libro que mejor representa su vocación y su espíritu inconformista es el que recoge el papel de la mujer en la historia de la medicina: Medical women. Un viaje a Estados Unidos le mostró su vocación definitiva. Después de ayudar en el trabajo administrativo en England Hospital for Women and Children intentó acceder a la facultad de Medicina de Harvard con el objetivo de recibir la misma enseñanza universitaria  que los hombres.

Tanto lo intentó que, aunque no consiguió su objetivo, se trasladó de Bostón a New York para matricularse en el Women’s Medical College de las hermanas Blackwell. La muerte de su padre puso fin a esta etapa. Regresó a casa y cursó todas las materias requeridas para optar al título de Medicina de la universidad de Edimburgo. Las horas que no dedicaba al estudio las invertía en esquivar las barreras que le impedían a sus compañeras y a ella acceder a  la facultad y, posteriormente, al ejercicio de la profesión. Gestiones administrativas, consultas a abogados y conversaciones con profesores para convencerles de que las dejasen asistir a las clases y a las prácticas hospitalarias robaban tiempo a los libros. No sorteó el último obstáculo: los exámenes finales.

Tenacidad. Esa capacidad de mantenerse firme por muy fuerte que sople.  La entereza de Sophia y sus compañeras les llevó a solicitar admisión al examen del Colegio de Cirujanos para obtener la licenciatura como Comadronas. Los requisitos eran los mismos que hacían falta para presentarse a la prueba que les hubiera permitido optar al título de doctoras en medicina. Volvían a cumplirlos y las aceptaron, pero mientras ellas se movían otros lo hacían en la dirección contraria. El viento volvió a soplar fuerte. La presión sobre el Colegio hizo que los miembros del tribunal dimitiesen y que nadie se presentase en su lugar. Para aprobar un examen, éste tiene que celebrarse.

Perseverancia. Continuar con constancia lo que se ha empezado. Sophia se mudó a Berna y allí obtuvo su ansiado título. Pero tuvo que esperar un poco más para ejercer la medicina en su tierra: la movilización generada provocó que se presentase una ley que permitía a los tribunales del Reino Unido admitir a mujeres. Se anotó al único que dio el visto bueno y obtuvo la Licence of the King’s and Queen’s College of Physicians of Ireland en 1877. Comenzó a trabajar sin olvidar la batalla en la que tantas energías invirtió: implicándose en la formación de otras mujeres y fundando centros como el Edinburgh Hospital and Dispensary for Women.

Historias como la de Sophia hacen de los viajes un libro en blanco. Uno va sabiendo que visitar, con cuadrículas por hora y monumento, pero vuelve con las historias que se va encontrando a su paso. Y no hay nada como el paso lento para conocer los espacios que pisamos.