
La primera vez que lo vi eran las cuatro y media de la madrugada. Era verano, pleno mes de julio, pero hacía un frío de esos que, a pesar de no calar hasta los huesos, se mete en el cuerpo y deja a uno trastocado. Un fresco que iría despareciendo con la salida del sol hasta regalar un caluroso mediodía en el que las cazadoras daban paso a los sombreros. Pero, eso, es anticiparse: en nuestro primer encuentro tuve que recurrir a la linterna del móvil, bendito invento. La noche lo difuminaba todo, obligando a plegar bien los párpados, a hacer un esfuerzo con el que encontrarle en el medio de lo que diría que es la nada.
Era una cita concertada. Me dijeron hora y lugar y allí me planté, con cara de sueño pero entusiasmada. Sería injusto no reconocer que no fui a ciegas porque a ciegas ahora no se va a casi ningún lado: a los comentarios asegurando que sería el encuentro de mi vida le siguió el material gráfico. Fotografías y vídeos. Vídeos y fotografías. Una espiral de tentaciones que, sin dejar de girar alrededor del centro de la racionalidad, te aleja de ese punto de partida en el que el homo sapiens piensa.
No fue un flechazo, ya estaba advertida de que la magia tardaría unos minutos en aparecer. Quedamos a oscuras para descubrir lo bonito que es ver amanecer. Lo vi inflarse poco a poco, convirtiéndose en lo que me habían asegurado. Con el fuego los colores de mi cita empezaron a cobrar intensidad y, en el ambiente, la excitación vino de la mano de los nervios. Quien lo hizo lo recomienda: volar en globo es la atracción turística más importante de Capadocia. Paisajes de cuento, como las chimeneas de hadas, dan forma a la nada tan pronto el amanecer ilumina esta región de Anatolia Central de Turquía con tonos rojizos y rosáceos.
Los globos aerostáticos no despegan, se elevan. Lo hacen lentamente gracias a una mezcla de aire frío y caliente. Tan pronto el aire del interior de la vela se calienta para que sea menos denso que el del exterior, el globo inicia un recorrido que nunca se repite. La dirección la determina el viento y la hora de viaje se hace corta. Con la distancia, la perspectiva, y a la hora del descenso ya no importa que haya que agarrarse fuerte a las cuerdas de la cesta, que termina directamente en el remolque en el que transportarla. Apretar y mirar son la mar de compatibles cuando uno permanece hipnotizado. Al momento, todos felices en tierra firme, con botella de champán y un diploma para presumir.
La fotografía de este post es, sin embargo, cedida. Tampoco hay diploma alguno. Llegué a la cita puntual, pero solo pude imaginar cómo sería lo que no llegó a suceder. Cómo tendría que haber sido. La magia estuvo ahí hasta que dejó de estarlo. El globo se fue inflando con la ilusión de los presentes, recién levantados y acomodados a su lado, pendientes de algo que se nos escapa de las manos. Finalmente sopló. No mucho. A poco más de nueve kilómetros por hora. Lo suficiente para vivir el proceso de hinchamiento a la inversa y quedarnos compungidos viendo un amanecer que también es fantástico desde lo alto de Göreme.