Vivir preocupados

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Oído de búho. Siente, porque escucharlo resulta imposible, elevarse el ascensor. Un suspiro. El aire se corta: el ligero traqueteo pasa de largo y no hay llave que encaje en esa cerradura elegida a conciencia para resultar infranqueable. Cabeza bajo la almohada, mirada desesperada al despertador: pasan unos minutos de la una de la mañana y la niña, siempre será su niña, aunque hace tiempo que dejó de serlo, tiene permiso hasta las tres. Acudió a un cumpleaños, con la lección bien aprendida. “Sí, mamá, volveremos en taxi y en grupo. Y pediré al conductor que no arranque de nuevo hasta que vea como la puerta se cierra tras de mí, puedes estar tranquila”. Y debería estarlo: cada noche a la hora acordada, escuchaba la llave, primero, y a la joven deslizarse de puntillas sin llegar a sospechar que no había a quien despertar. Nueva mirada al reloj, la aguja sigue sin inmutarse. Un vaso de agua: al menos mañana, que ya es hoy, no hay que madrugar. Incongruencias del tiempo. Qué rápido pasan los días, y como remolonean los minutos.

Es tarde. Hace tiempo que empezó a serlo. Navegar al pasado en busca de respuestas resulta confuso y abrumador: puede que ayer no fuese tan tarde o que lo fuese con motivo, lo único certero es que hoy lo es. Examina el teléfono. Ni una llamada, ni un mensaje, ni un whatsapp: tan comunicados, tan atados, pero todavía más preocupados. ¿Por qué?. Pensó en que cogería el coche, que lo haría sin apenas dormir, pero imaginó también la sonrisa seductora de esa nueva compañera. Unos dientes blancos y perfectos, como pastillas de chicle alienadas con esmero, que aparecían en el peor de los momentos: cuando sentía que ellos habían dejado de reír.

Gira rítmicamente. La cuchara se adentra en la tercera infusión de la noche y genera torbellinos como los que ella forma en su cabeza. Es tan mecánico el movimiento de las manos como involuntario el de la mente. Se peleó con las sábanas para luego rendirse ante el fuerte olor de la valeriana. Cualquier opción antes de volver a revisar los papeles que dejó dispersos sobre la mesa: conocía al entrevistado mejor que a sí misma, tenía la demanda tan atada que era imposible desanudarla, la auditoria perfectamente detallada, el concierto más que ensayado y las letras de sus canciones revoloteando en la cabeza. Una cabeza empeñada en desconectar, pero incapaz. Vuelta a empezar: de la mesa a la cama, no hay nada peor que acostarse con aquello de lo que se quiere escapar.

Llegó sana y salva, incluso feliz. Apareció, también, cargado de documentos y con el coche en el garaje. Con cara de todo, menos de haberse perdido entre sonrisas desconocidas. Concluyó la entrevista, el juicio, la auditoria e, incluso, el concierto. A veces con éxito, otras con menos, pero sin que el mundo se hundiese. Se lo recuerdan desde el otro lado de la mesa. Un escritorio alargado frente al que se encuentran tres rostros, aunque otras veces son más, que desnudan lo que más cuesta desnudar ante una desconocida: muchas noches en vela, de temores a los que hacer frente. Con cada amanecer abrazan la calma; con cada confesión, la cordura. Cada día lo llevan mejor, piensa una satisfecha y vocacional terapeuta. Aplica lo que se aplicó consigo misma: vivir el día a día, disfrutarlo, que bien lo merece, y reservar fuerzas. La creen. Lo dice contundente y cierra la puerta. Todavía no ha girado la llave, pero mira apresurada el reloj. Después el móvil. Llegó, al fin, el mensaje que lleva esperando de Londres a Hong Kong: “El avión aterrizó”.

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Un comentario sobre “Vivir preocupados

  1. Más que cierto…nadie se escapa de sus temores y preocupaciones más o menos fundadas u objetivables..y ello aunque en el discurso a terceros se manifieste que carecen de sentido y que hay que alejarlas de la mente porque no conducen a nada.
    Una cosa es predicar y otra….ya se sabe.
    muy bien narrada esta dicotomía del ser humano.

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