Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar. El tiempo, al igual que el dinero, es limitado. Hay que tomar decisiones, sinónimo, a veces, de complicaciones, que determinan los pasos a dar: una vez elegida la ruta solo queda disfrutarla. Como en la vida, cada parada cuenta. La primera huella en Perú deja olor a mar y el recuerdo de la placidez de quien se queda embobado mirando al infinito y jugando a acertar el punto exacto al que uno llegaría si se lanza a nadar en línea recta. Ya estás en Australia, pasando por la República de Fiyi. Nada viaja tan rápido como la mente. Y la paz que produce mirar como rompen las olas es un estímulo maravilloso.
Uno llega a Lima obligado. El aeropuerto Jorge Chávez, que recuerda al piloto peruano y ese viaje que le costó la vida y le convirtió en el primero en cruzar los Andes por el aire al mismo tiempo, es la gran puerta de entrada al país. Y de salida. No hace falta más que fijar un nuevo rumbo, pero no es recomendable hacerlo de inmediato: La Bajada de los Baños, desde Barranco hasta el mar, es, gracias a las casas que la flanquean, tan atractiva como el paseo por los acantilados de Miraflores. Donde parques como Amor, con su serpenteante banco de mosaicos y escultura de David Delfín, acompañan a un recorrido que parece no tener fin. De fondo, el Pacífico. Y la gigante pared rocosa que lo separa de la ciudad y produce esas imágenes que hacen de la capital peruana un lugar azul.
“Levante la mano del claxon”. No todo es tranquilidad. Los carteles son explícitos pero solo quien tenga una experiencia previa conoce si son de utilidad. “Los bocinazos impacientes de un tráfico vespertino y perdido en las caóticas rutas siempre improvisadas” que describe Eduardo Benavides en El año que rompí contigo hacen sospechar que no solo se apaciguó el país. Los bocinazos, sin embargo, siguen siendo parte de la melodía de la ciudad. También el caos. Cuatro ojos son mejor que dos para cruzar esas calles que transcurren entre la plaza Mayor, donde Francisco Pizarro fundó la ciudad y se encuentran edificios tan importantes como el palacio arzobispal, la catedral y el palacio de gobierno; la plaza San Martín, que conmemora la independencia de España y abriga la estatua del liberador, el general argentino José de San Martín; y el complejo colonial de San Francisco, decorado por los mejores artistas de los siglos XVI y XVII. Miraflores, desde el parque Kennedy hasta al complejo de Huaca Pucllana, es otro buen lugar para perderse. Ya eres parte de ese caos que todo lo envuelve. Para recorrer parte del camino que queda atrás hay que, en algún momento, rendirse a él: 2.672 kilómetros cuadrados y más de nueve millones de habitantes complican la vida en tranquilidad. Pero, siempre quedará el Pacífico. Cerrar los párpados y sentir la brisa del mar.
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