Un calendario repleto de incógnitas

Interior de una gruta en las Islas Berlengas

Tengo una agenda de tapa dura y alegres flores de colores. Anoto las citas en el calendario del móvil y después recurro a ella para seguir ordenando mi vida. Volver a apuntar algo es un ejercicio de liberación: malo será que tras dos alertas lo escrito pase desapercibido. Lo que añadí hoy es el nuevo aplazamiento de un monólogo de Pantomima Full – se pospuso de abril a octubre y ahora a mayo del 2021, teniendo que comprarme ya un nuevo calendario – y el encuentro, para final de mes, con unos amigos a los que hace tiempo no veo. Incluí una carita feliz y un signo de interrogación.

Nada más dibujarlo, comprobé que últimamente lleno la agenda de incógnitas. Interrogantes sobre cuestiones de más o menos relevancia, que se despejan con el transcurso del tiempo. Pasé las páginas hacia delante, para hacer las anotaciones, luego repetí el movimiento en el sentido inverso: examiné el pasado, en busca de certezas que solo lo son parcialmente, en la medida que cada uno así las considere. De la misma forma que tracé una cruz sobre el monólogo, esbocé un visto en la escapada que realicé el pasado fin de semana a Portugal, previamente arropada entre interrogaciones.

Mi agenda está repleta de flores, pero también de todo tipo de marcas. Se parece mucho a la vida porque la construyo sobre ella.

Portugal siempre es un buen plan. Hace unos años me resultaba más exótico; pero el no tener que fichar vía pasaporte, primero, ni desconectar los datos del teléfono a unos cuantos kilómetros de prudencia, después, normalizaron el desplazamiento. Intuyo que es natural moderar el entusiasmo igual que lo es recuperarlo: si exótico significa que algo – o alguien –  procede de un lugar muy lejano, distinto del propio, Óbidos te transporta tan lejos que cambia el dónde por el cuándo. La integración del castillo y la muralla, excelentemente conservados, con la típica arquitectura portuguesa hace que al pasear por sus calles empedradas cualquiera se sienta en el Medievo. En Berlenga Grande, la única de las islas Berlengas visitable, es difícil saber donde se está.  

Colores. Del mar siempre me atrajo su inmensidad, pero también la evolución de las tonalidades que le atribuimos en función de la absorción de la luz solar. El azul oscuro que predomina durante la mayor parte del trayecto en barco a Berlenga Grande muda en verde esmeralda al aproximarse a la isla. El Atlántico combate entonces contra el ocre, el canela, el castaño… para regalar un contraste que solo se supera al volver a embarcarse y explorar las grutas que son producto de esa embestida interminable. Se pierde de vista el Fuerte de São João Baptista y es la naturaleza la que acapara toda atención: aparece el  arcoíris donde menos se le espera.

Es esta visión multicolor la que me sitúa frente al refranero gallego. La que me recuerda que, aunque la vida es un gigantesco interrogante, “nunca choveu que non escampara”. Las alertas ya han sonado con estruendo y el “malo será” bebe de optimismo, abriendo la ventana a tiempos mejores, siempre y cuando se aprendiese que para trazar más vistos y menos cruces se requiere de “sentidiño”. Inmortalizo el arcoíris con la esperanza de un otoño que no tienda al gris.

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Si no fuera por

Bando Si no fuera por de Palma de Mallorca
Banco de la fachada del ayuntamiento de Palma, conocido popularmente como ‘si no fuera por’

Un banco de piedra. Cada vez que pienso en Enrique recuerdo el lugar en el que nos conocimos. Intuyo que fue un mal presagio que nuestro primer encuentro fuese allí, pero no había alternativa posible. Su calma y mi prisa. Su certeza de que las cosas sucederían cuando llegase el momento oportuno y mi impaciencia por precipitarlo. Dos formas contrapuestas de vivir pueden producir un mismo resultado: la pérdida del amor al que nos aferramos con la convicción de que no hay otro posible. Fue él el primero en hacerse añicos, después – y aunque no es relevante en este relato – le seguí yo. Esta es su historia. Empieza en el lugar del que fue incapaz de alejarse.

El día que Enrique nació, su padre, que trabajaba en las inmediaciones de la plaza de Cort, en el centro de Palma, recibió una llamada de su mujer alertándole de que había roto aguas. Comenzaba el verano, Mallorca estaba repleta de turistas que calzaban chanclas y calcetines y el sol secaba todo lo que encontraba a su paso. Debió languidecerle también a él. Compró una botella de agua y se sentó a beberla, dando tímidos y nerviosos sorbos, en el banco que recorre la fachada barroca del ayuntamiento. Conocido, oportunamente, como el banco ‘si no fuera por’. Mientras su padre se aferraba al calor y al cansancio, su madre maldecía haberse casado con él. Los primeros y únicos improperios que la mujer lanzó en su vida fueron a unos desconocidos. Unas horas después, y todavía a solas, la comadrona le daba en brazos a su único hijo. No tuvo ganas de repetir.

Pasarían cuarenta años hasta que nuestras vidas se cruzasen. Se presentó como Enrique Kelly, el pseudónimo que utilizaba como escritor en sustitución de un García que decía tener poco gancho y que a mí me parecía una forma de alejarse él también de su padre. No tenía ningún libro publicado, pero siempre llevaba consigo una libreta con tapas de cuero, un tanto carcomidas, que abría y cerraba constantemente para tomar anotaciones. Así me lo encontré. Piernas cruzadas, mirada perdida y con un bolígrafo haciendo acrobacias entre sus larguísimos dedos. Tenía manos de pianista, y lo fue durante un tiempo, en ese período de juventud en el que no queda más remedio que obedecer a las madres.

Tengo esa imagen grabada, pero he olvidado los motivos que propiciaron que hablásemos. No tardé en descubrir que no conocería a otra persona igual de elocuente. Había crecido entre palabras y su dominio de las mismas estaba siempre acompañado por un tono impecable: modulaba la voz hasta en los comentarios más irrisorios, generando en su interlocutor aquello que se propusiese: curiosidad, júbilo, desconsuelo, miedo… En mí siempre generó fascinación. Una atracción que me llevó a compartir banco durante un año. El año que, junto a él, vi la vida pasar.

Leía y escribía al otro lado de una plaza que era un bullicio constante de gente. Comenzamos compartiendo nuestra historia y terminamos intercambiando la de otros: muchos de los mejores libros que  leí fueron un préstamo suyo y quiero creer que él disfrutó de la misma manera con los míos. Nunca llegué a saberlo. Tampoco me los devolvió. En compensación, la última vez que lo vi, me hizo un regalo que me permite creer que todo – y nada, porque una inmensa nada es lo que hubo – fue mutuo.

Fue después de esa última vez cuando tuve acceso a sus anotaciones. Al libro por el que tanto le preguntaba y que solo entonces comprendí que no llegaría a consumarse. Las palabras que a mí me hipnotizaban, para Enrique no eran más que esbozos que había que pulir. Los textos, aunque inconexos, me resultaron bellísimos, pero los tachones y las flechas en todas las direcciones eran testigo de que no hay peor exigencia que la que uno se impone a sí mismo. Su historia, la verdadera, con inseguridades y decepciones, es la que se encontraba allí. La que nunca terminaría y dejaba en mis manos.

La trama del libro se entremezclaba con cavilaciones y cartas. Largas hileras de palabras que no se había atrevido a enviar a su destinataria. Pude ver a su padre bebiendo, de la misma forma que él escribía, a la espera de que las cosas sucedan y obviando que cuando uno no aparece se le deja de aguardar. Había algunas palabras en chino, el idioma que escucharía día a día, una y otra vez, si se hubiese marchado con la persona a la que no era capaz de olvidar. Su texto era la recreación de la vida que no tenía y ya no podía tener. Se imaginaba escribiendo desde las afueras de Pekín, en la casa desde la que recibió correspondencia y más de una invitación, una historia tan distinta a la que puedo completar yo, la de las excusas y los frenos. La de si no fuera por.

Una ventana con vistas

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Belén siempre lo tuvo claro. El segundo mejor regalo que se le puede pedir a la vida es una ventana con vistas.

Estrenaban vida juntos. Alberto y ella habían decidido dar un paso más –hacia adelante, pues no aceptaba darlos en ninguna otra dirección – en la construcción de un proyecto común. Ese plan cobraba forma de casa y, aunque se negaba a reconocerlo, el despliegue de las cosas de ambos en un mismo espacio le producía esa mezcla de sensaciones que genera todo lo nuevo: ilusión y miedo sobreponiéndose uno sobre el otro en función de cuál fuese la idea que le rondaba por la cabeza.

Estrenar vida era, para ella, como comprarse unos zapatos que llevan tiempo tentándote pero que, llegadas las cuestas o los diluvios tan habituales del invierno, pueden lastimarte un poco o dejarte totalmente empapada. Asumía que pocas cosas duran para siempre y había leído por ahí que es el fracaso del segundo amor, cuando la decepción se convierte en costumbre, el que más duele.

Solo tenía una exigencia. La casa podía no ser muy grande ni demasiado nueva pero debía permitirle asomarse al mundo cuando así lo desease.

Belén solía decir que una se enamora de personas, pero también de lugares. Quizá por eso su mayor tesoro era la caja de fotografías en la que había evolucionado la lista en donde, más joven, había anotado paisajes exuberantes: los fiordos noruegos, el Gran Cañón del Colorado, la meseta de Guiza y su famosa necrópolis, las ruinas incas de Perú o la selva amazónica… Fue explorando como, sin irse muy lejos de su Madrid natal, llegó a la que sería su tierra de adopción.

De Galicia le conquistó un color. El de la esperanza.

Verde esmeralda de la playa de Rodas, en las islas Cíes

Verde alga de los arenales de las Rías Baixas y Altas

Verde castaño como el del bosque de Rozabales

Verde laurel como el de la isla de Cortegada

Verde musgo de las Fragas do Eume y A Marronda

Tonalidades que predominan en unos rincones u otros pero que como muestra la mayor reserva verde gallega, la sierra de O Caurel, nunca permanecen aisladas, sino que se fusionan entre sí, ofreciendo los mismos matices que provocan que a lo largo y ancho del mundo se necesiten distintas palabras para definir acciones que en un principio podrían no diferenciarse.

De sus viajes aprendió que detrás de culturas y ritos tan diferentes, de convicciones que hacen ver la vida de formas contrapuestas, existen necesidades comunes. El consuelo de tener algo en lo que creer le parecía tan universal como los acontecimientos que generan aflicción y la evolución de los idiomas – decía – transcurre en paralelo. No habría entendido que en inglés (see y look) o en francés (voir y regarder) no diferenciasen entre acciones completamente distintas: “Es una pena que gente que puede ver no haya sido bendecida con la capacidad de mirar, de observar y valorar la belleza que hay a su alrededor”.

Belén siempre lo tuvo claro. El segundo mejor regalo que se le puede pedir a la vida es una ventana con vistas. El primero, saber mirar.

Exprimir con los ojos todo aquello que tenía delante era para ella la mejor forma de reconciliarse con el mundo. Disfrutaba maravillándose y le obsesionaba almacenar en su memoria todos esos paisajes que fotografiaba para subsanar una futura pérdida de nitidez. Observaba con detenimiento y se obligaba a cerrar los ojos para comprobar si, a oscuras, era capaz de reconstruir aquello que la había  hipnotizado. Temía tener que recurrir algún día a esas escenas y no saber perfilarlas. Con cada paisaje, recuperaba una sensación y era momentáneamente feliz. No sabía que le depararía su nueva vida pero sí que una ventana con vistas le recordaría que, aunque no siempre lo sea, hay un mundo hermoso ahí fuera.