Las canciones de mis viajes en familia

Cinta de casete

Vivir en el rural tiene ventajas e inconvenientes. Si estar lejos de todo lo atractivo para un adolescente puede considerarse desfavorable, las ansias de ejercer el derecho a voto o de esa idílica libertad que se vincula a la mayoría de edad quedaban a un lado a expensas de sacarse el carné de conducir. La autonomía al volante viene con un extra: escoger las canciones que te acompañarán hasta el destino. Pero antes de que eso sucediese tuve que  “padecer” muchos temas que, en cintas de casete, nos amenizaban cada viaje. En el coche de mis padres o en el de mi hermana… Y sí, he dicho casete, ¿ya los habéis olvidado? Yo empecé a elaborar mis primeros recopilatorios en cintas, en radiocasetes en los que se necesitaba pulsar las teclas de Rec y Play al mismo tiempo para grabar, justo cuando comenzaba la canción deseada, con la esperanza de que el locutor no la interrumpiese con ese «estamos escuchando lo último de...« Ahora entiendo el porqué de esta intrusión, era para evitar la piratería de la época. Me declaro inocente, a mis doce años no sabía lo que hacía. Ni lo sabía yo, ni mi mejor amigo Diego, con quien intercambiaba los mejores éxitos de la Ruta del Bacalao.

Atravesar España por carretera nacional en los años ochenta no era moco de pavo, menos aún si el bólido no disponía de aire acondicionado. Horas y horas contando señales, toros de Osborne y sin tablets, pero con la compañía de la cinta de Ana Belén y Víctor Manuel. Así llegamos a Asturias, la tierra del cantante, y aunque mi padre se empeña en decir que no fue a propósito, yo creo que el volante torcía para el Cantábrico.  ¡Vaya banda sonora para recorrer los Lagos de Covadonga! Para el regreso a casa nada mejor que Modern Talking para equilibrar la balanza.

Otra actividad que nos gustaba hacer en familia, además de viajar, era ir a la playa. San Vicente do Mar está a unos cincuenta kilómetros de nuestra casa, lo justo para escuchar una cara de la cinta de Donato y Estéfano.  ¿Quién no cantó alguna vez eso de Hiarolei, Hiarolei, Hiarolei? El problema llegaba a la hora de la retirada, la misma que escogían las otras diez mil familias con las que compartíamos arena… Mi cara de cabreo/sueño escuchando al dúo de Cali y La Habana interpretando canciones de amor mientras el coche se recalentaba en las interminables caravanas seguro que no es difícil de imaginar.

Los años fueron pasando, y con ellos la hora de que mi hermana diese el salto a la Universidad. La escogió cerca, en Santiago de Compostela. Cada domingo por la tarde tocaba paseo a la ciudad del Apóstol, pero en este caso a ritmo de Chayanne y de Mónica Naranjo… os preguntaréis si a estas alturas sufro algún trauma musical, pero para vuestra tranquilidad os digo que de momento estoy bien, gracias. Recordad que si me hiciesen caso a mí escucharíamos bacalao, y el resultado… bueno, dejémoslo así….

Ya en una época contemporánea y en el coche de Lorena, mi hermana, la música seguía presente pero el cambio de estilo se hacía perceptible. Recuerdo a Alejandro Sanz, Laura Pausini, La Oreja de Van Gogh (la original) y Maná. El problema de aprovechar las cintas de casete hasta el final es que siempre se cortaba alguna canción, y cuando las escuchabas de nuevo en la radio o en una discoteca y llegaba la pausa inopinada pero no se detenía, se apoderaba de ti un sentimiento extraño, como si algo insólito estuviese pasando. ¡Vaya! Justo ahora que llegaba el momento de coger el volante y poner mi música preferida me tengo que despedir. Quedará para otra ocasión.

Gracias mamá!

Madre e hija

No es ninguna novedad pero, lo confieso, soy miedicas. Paso doble llave a la puerta cada vez que entro en casa, aunque sea solo para cambiarme, y evito volver sola por la noche. Y, cuando lo hago, agarro tan fuerte el teléfono que le concedo una capacidad protectora que le queda grande. Lleve paraguas, carpeta o, incluso, un ordenador bajo el brazo, esa llamada no falla: al otro lado de la línea, mi madre.

En una reciente comida con una amiga con la que, además de ausencia de horarios, comparto temores, concluimos que, cuando la jornada de trabajo se extiende y decidimos que no podemos gastarnos lo ganado en un taxi, hacemos la misma llamada porque no hay otra posible. Esa generosidad de las madres, ese tú primero y ya veremos que pasa con mis horas de sueño, es casi una ilusión. Y es que hay mil formas de coger el teléfono, pero todas implican sacrificio: trabajos a medias o dobles trabajos, carreras a la cocina cuando ellas engullirían cualquier cosa, el libro infantil en lugar del de adultos, Disney sin París… Cambian las formas pero el gesto es el mismo. La frase de un antiguo compañero de trabajo se vuelve enorme: “El día que pierdes a tu madre, pierdes doble. A la ausencia de un ser querido, se le suma ese miedo egoísta de saber que no volverás a tener un apoyo incondicional”.

El tiempo pasa. De las caídas va uno intentando levantarse solo. Solo, y en silencio,  que sin un círculo alrededor parece que se yergue uno con más soltura. Ellas pueden empezar a conjugar el verbo priorizar de forma diferente, pero siguen ahí para cuando las necesitas. Y no hay nada que valga más que las manos que se extienden cuando la escalada se inicia en solitario: todos, en algún momento, necesitamos a alguien.

Este es, para las dos patas de este blog, un fin de semana de celebración. Por partida doble. Distintos años, pero mismo mes, mismo día. Hablamos de madres porque las nuestras cumplen años y hay una palabra tan o más apropiada que felicidades: gracias, muchas gracias por tanto.

Infancia robada

Parque infantil

Eran las 15.05 horas y se preparaba para comer. Sobre la mesa, el plato que recalentó en el microondas por las prisas y el mando de la caja tonta. Le llamaba así cuando sus hijos se abalanzaban uno sobre el otro como si estuviesen poseídos para alcanzarlo: sonrió al pensar en aquella vez que la mayor lo escondió en la lavadora y lo vieron dando vueltas sobre la ropa. “¡Y nunca le descubrimos los pies!”, les dijo. A puerta cerrada, bromearon, a puerta abierta, no hubo mando (ni televisión) en una buena temporada: el día que le levantaron el castigo, lo hicieron para todos.

Primer contacto. Era una de esas noticias que le obligaban a hacer zapeo. De las que siempre hacían que se le atragantase la comida, pero conseguían su atención. Un no querer saber, pero mirar de reojo. Una sensación que se terminó el día en que encontró las cámaras en su rellano y no en la pantalla.

“Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz”. La frase le cayó encima. La leyó por primera vez cuando no sabía que tenía, pero lo tenía, todo el tiempo del mundo para sumergirse en otras vidas. Las novelas policíacas aportaban esa adrenalina que le faltaba al día pero, aquella vez, Agatha Christie le tendió una reflexión en lugar de una distracción. La alejó de esa evasión que perseguía cuando cambiaba de canal. “¿Cómo prevenirles de los monstruos sin robarles la ingenuidad?”. Así debieron nacer los cuentos, pensó. Solo un problema: los malos siempre se encuentran de puertas para afuera.

No abrir a desconocidos. No aceptar sus caramelos. No irse con ellos. Mirada sobre el televisor y cabeza en dos pisos más abajo: todos los consejos dados hablaban de extraños. Los de su vecina seguro que también. Subió el volumen y comprobó que, una vez más, las pesquisas policiales investigaban el entorno más próximo al niño. Ese que debería ser refugio para ahuyentar las pesadillas y que la infancia sobreviva: hacerles mirar con desconfianza a los suyos y al mundo que les rodea es convertirlos en adultos demasiado pronto.