Cumpliendo años

30 añosHabía llegado el momento. Eran las 00.00 horas y uno de los comensales hizo un guiño al camarero. Era la señal de aviso, de alerta. Se apagó la luz y Lucía se encontró con los números que llevaba temiendo la última década. Un tres y un cero. La edad empezaba a pesar o eso pensaban sus amigos: el tradicional desfile de velas sobre la tarta había sido sustituido por unos números que cambiaban de color y exhibían sin rubor la edad de la cumpleañera. “¿Es para que se vean bien o por si ya no puedo soplarlas todas de golpe?”.  Pidió un deseo. Sus allegados ya le habían concedido el suyo: remolonear. Antes de la hora, las velas no se tocan.

 Hay mil formas de cumplir años. O, lo que es lo mismo, un abanico de opciones para afrontar el paso del tiempo. Lucía sopló y miró a su madre: cada cumpleaños implicaba, para ella, tres días de celebración. Sonrió. La entendía bien: el suyo acababa de empezar y ya le estaba sabiendo a poco. Y eso que caían treinta, los temidos treinta. Miró hacia atrás y pensó en lo mucho que había andado, miró hacia delante y vio todo por hacer. Por construir. Se sintió mayor, más de lo que lo era: había cosas que ya quedarían para otra vida.

Se volvió a apagar la luz. A solo unos metros, cantaban a pleno pulmón. La anfitriona se veía a leguas: corona sobre la cabeza, también era reina, pero se asomaba a un imperio todavía por formar. “La edad deseada”, bromearon en la mesa. Era año de elecciones, de marcar su rumbo y contribuir en el del mundo. De elegir, de equivocarse. De aprovechar un tiempo, que nunca se aprovecha del todo, y de soñar. Lucía pensó en sus dieciocho y en aquello que cambiaría.  En lo que no. Y en el efecto mariposa. Mejor no arriesgarse. Hubo un guiño entre cumpleañeras, un todo llegará, pero no adelantemos acontecimientos. Bajaban la primera copa. Seguro que en la mesa contigua caían más.

No eran las únicas de celebración. En el restaurante estaban de suerte. Al fondo, brindaban por los cincuenta. Por las decepciones, por los deberes hechos. El  sobreponerse a los reveses y celebrar hasta las pequeñas victorias. El camino encauzado y la preocupación por los que parten de él: cualquiera de las dos jóvenes con las que compartía día podrían ser las hijas de la homenajeada y la lista de consejos a dar interminable. ¿El mejor de todos? Probablemente, ninguno. Pensó que cada etapa debe recorrerse sin el saber de la siguiente.

Fue así como los cincuenta sobrevolaron por la cabeza de Lucía. Pero, no se detuvo en ellos al pedir su deseo mientras los flases inmortalizaban el momento: se posó en los 93 de su abuelo y en el aplauso que recibió al alcanzar los tejados del Duomo de Milán tras subir el último tramo por escaleras. Vitalidad. No perder nunca las ganas. Eso pidió. Para apagar, con más o menos soplos, todas las velas de la tarta. Y seguir siempre disfrutando de las vistas. Y es que ya lo decía Ingmar Bergman en Persona: Envejecer es como escalar una gran montaña: Mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.

Gracias mamá!

Madre e hija

No es ninguna novedad pero, lo confieso, soy miedicas. Paso doble llave a la puerta cada vez que entro en casa, aunque sea solo para cambiarme, y evito volver sola por la noche. Y, cuando lo hago, agarro tan fuerte el teléfono que le concedo una capacidad protectora que le queda grande. Lleve paraguas, carpeta o, incluso, un ordenador bajo el brazo, esa llamada no falla: al otro lado de la línea, mi madre.

En una reciente comida con una amiga con la que, además de ausencia de horarios, comparto temores, concluimos que, cuando la jornada de trabajo se extiende y decidimos que no podemos gastarnos lo ganado en un taxi, hacemos la misma llamada porque no hay otra posible. Esa generosidad de las madres, ese tú primero y ya veremos que pasa con mis horas de sueño, es casi una ilusión. Y es que hay mil formas de coger el teléfono, pero todas implican sacrificio: trabajos a medias o dobles trabajos, carreras a la cocina cuando ellas engullirían cualquier cosa, el libro infantil en lugar del de adultos, Disney sin París… Cambian las formas pero el gesto es el mismo. La frase de un antiguo compañero de trabajo se vuelve enorme: “El día que pierdes a tu madre, pierdes doble. A la ausencia de un ser querido, se le suma ese miedo egoísta de saber que no volverás a tener un apoyo incondicional”.

El tiempo pasa. De las caídas va uno intentando levantarse solo. Solo, y en silencio,  que sin un círculo alrededor parece que se yergue uno con más soltura. Ellas pueden empezar a conjugar el verbo priorizar de forma diferente, pero siguen ahí para cuando las necesitas. Y no hay nada que valga más que las manos que se extienden cuando la escalada se inicia en solitario: todos, en algún momento, necesitamos a alguien.

Este es, para las dos patas de este blog, un fin de semana de celebración. Por partida doble. Distintos años, pero mismo mes, mismo día. Hablamos de madres porque las nuestras cumplen años y hay una palabra tan o más apropiada que felicidades: gracias, muchas gracias por tanto.