Creatividad

Somos animales de costumbres. Todos. Catherine, por ponerle uno de los nombres de mujer más comunes en Canadá, también. Su primer vuelo requirió de una organización minuciosa: preparó la maleta el día antes, llenando de tachones la chuleta que escribiera como previsión, la pesó en la misma báscula a la que solía subirse ella y llegó al aeropuerto con el tiempo suficiente para coger el vuelo que descartara para evitar madrugar. Era la misma ruta que ahora frecuentaba por motivos de trabajo: de Toronto a Calgary. Pasara de ser algo extraordinario a lo habitual. Quizá, por eso, esta vez se entretuvo más tiempo del necesario revisando las estadísticas sobre las preferencias de los viajeros con los que iba a compartir asiento y terminó echando una carrera.

La duración del viaje es de poco más de cuatro horas. Catherine hizo ese día la misma petición de siempre: ventanilla para disfrutar de la vistas sobre los lagos Huron y Superior y luego sumergirse en los miles de datos de los que esperaba sacar ideas para hacer una campaña de esas que dejan con la boca abierta. Todavía no se había sentado cuando llegó la primera interrupción.

Es su primer viaje en avión, ¿nos podría dejar la ventanilla?

Es una mujer quien hace el ruego. A su lado, un niño de unos diez años mira sonriente hacia todas las direcciones. El padre se sienta al otro lado del pasillo, a un metro escaso, no entiende que no hicieran la misma solicitud que ella.

Lo piensa. La ventanilla es ya un hábito consolidado. Una comodidad. Son los ojos curiosos del niño quienes la convencen. Cada uno se mueve un asiento y Catherine termina en el del padre. No habrá panorámica de los lagos como fuente de inspiración pero ya tiene tres clientes felices, que disfrutarán de la experiencia. Un cliente feliz es un cliente fiel. Lo piensa así y sonríe ella también.

El avión despega. No las ve pero lo intuye, las vistas son fantásticas. Se apaga la luz que obliga a llevar abrochado el cinturón y el niño empieza a describir todo lo que ve a su alrededor. Los padres le vuelven a agradecer el gesto.

Es su regalo de cumpleaños, le fascina todo lo relacionado con volar

Quiero ser astronauta, como Neil Armstrong, apostilló el chiquillo

La fascinación con la que se dirigía a sus padres le resultaba familiar. Era el mismo regalo que Catherine pidiera durante años. Un regalo que tardó en llegar y que le hizo pensar en la posibilidad de que la compañía se colase en los hogares de sus clientes esas Navidades. Anotó en la agenda:

Papá Noel recoge la petición, los renos la traen por el aire.

Catherine no existe, pero sí los miles de sueños, como los del niño de la historia, que la compañía canadiense WestJet quiso hacer realidad. El vídeo que acompaña a este texto nos los pusieron recientemente en una clase de Customer Experience Management como muestra de todo lo que las empresas pueden hacer por el cliente. De todo lo que se puede hacer con creatividad.

¿Qué regalo deseas estas Navidades? Ésta fue la pregunta con la que un Papá Noel virtual sorprendió a los pasajeros de un vuelo de Toronto a Calgary en plenas fiestas. Los datos, hasta los que puedan parecer más irrelevantes, siempre se quieren para algo: el personal de la compañía no tardó en movilizarse para sorprender a sus viajeros en la llegada a destino. Las cuatro horas que dura el vuelo sirvieron para tener todo a punto y que los viajeros vieran deslizarse por la cinta de maletas sus peticiones.

Siempre que veo una campaña de las que dejan con la boca abierta me pregunto de dónde sacan la inspiración las Catherines que se encuentran detrás de ella. Es la fascinación por la creatividad. Por la que será una de las habilidades clave en un futuro que alcanzamos cada día y que busca no dejar indiferente. Dice la agencia de publicidad Saatchi & Saatchi que creen en algo tan poético como en crear. Crear cualquier cosa que te mueva algo. Que te haga cosquillas.

Pero, ¿cómo se consigue ese hormigueo?

La mejor respuesta se la leí al escritor suizo Joël Dicker en una entrevista. “La creatividad no es una especie de magia que surge, es trabajo”. La originalidad la despierta la curiosidad. Con entrenamiento. Con práctica. Intuyo que sabe bien de lo que habla. Explorando al protagonista del libro que le llevó a las librerías del todo el mundo, La verdad sobre el caso Harry Quebert, escribió otra obra totalmente distinta pero igual de apasionante, El libro de los Baltimore.

Somos animales de costumbres pero, a veces, es bueno dejar la ventanilla a quien todavía no disfrutó de las vistas para descubrir nosotros otros enfoques diferentes.

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Réquiem por el comercio local

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La imaginación mueve el mundo. Lo impulsa. El paso previo a cualquier avance es haberlo soñado antes. “Imagine all the people sharing all the world”, que cantaba John Lennon, pone sobre la mesa un escenario. Igual que lo hizo Clara Campoamor al defender el sufragio femenino. Lo mismo pasa con los viajes en el tiempo, esos que catapultaron películas como Regreso al futuro, y que nos muestran hacia donde no queremos ir, alertando sobre futuros nada deseables como el que dibuja V de Vendetta. Imaginar también es eso: viajar hacia delante para volver al presente y elegir el camino a construir.

El comercio local grita que se muere. Y no puedo imaginarme mi ciudad sin algunos de sus establecimientos. O, quizás puedo, y ahí surge mi preocupación. Me gusta la mercería de mi calle, en la que conocen mi talla mejor que yo. Nada más entrar por la puerta, si es invierno, me reciben con las distintas opciones de calcetines abrigosos sobre la mesa: los pies fríos no se curan de un año para otro. Valoro los consejos de esas tiendas en las que, a pesar de tener espejos inclinados, para hacerte más alta y delgada, te dicen cuando algo no te favorece. Uno también va por eso: para que le digan las verdades a la cara. Se llama confianza.

La lista es larga. Mi abuelo no tiene que pedir el periódico y eso que ha cambiado de cabecera con frecuencia. En la librería, saben que va a leer el que escriba su nieta. También conocen que en total tiene cinco nietos. Y un comercio, con más de cien años de vida y desde el que vemos la cabalgata en Navidad, al que acuden a comprar sábanas y manteles. Juntos, el librero y él, mueven la economía: con lo ganado van al bar. La vida son dos días. Y, cuando uno puede, vive. La ferretería, la panadería, la tienda de decoración… lo que está en juego no es un negocio que no funciona, es el espacio social. Si, como decía Aristóteles, “el hombre es un ser social por naturaleza”, vamos a seguir necesitando que las interacciones fluyan más allá del Whatsapp. Salir a la calle, solo por el placer de hacerlo.

Las ventas a través de Internet superaron en España los 30.000 millones de euros en 2017, lo que arroja un incremento del 25,7 % con respecto al ejercicio anterior. Los datos de la Comisión Nacional de los Mercados y Competencia sobre el comercio minorista son positivos pero la distancia que lo separa es inmensa: continúa teniendo un peso considerable en la economía pero el crecimiento fue de un tímido 1,2 %. La Red ofrece un sinfín de posibilidades, ya nada es exótico ni lejano, salvo el vecino al que tenemos el riesgo de dejar de conocer. Y ahí es donde vuelve a entrar en juego la imaginación. Conociendo el escenario se pueden dibujar las medidas que reactiven un comercio que tiene que abrazar, fuerte, la innovación. A la velocidad que gira el mundo puede que no tardemos en hacer realidad esos viajes en el tiempo que tantos años llevamos relatando en la ficción. Puede que, también, David y Goliat no sean incompatibles.

Maruja Casagrande, una madre con agallas en la posguerra

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Parar de hablar y empezar a escuchar. Especialmente, a nuestros mayores, que esconden historias como la de María Otilia Campos, Maruja Casagrande para los vecinos del municipio gallego de A Estrada. Su relato es la prueba de que, en numerosas ocasiones, es mejor ser receptor que emisor del mensaje. Tan elocuente como elegante, se quita el mérito que tantos otros se echarían encima: trabajó duro para sacar a su familia adelante. Tan duro que llegó a convertirse en jefa en un tiempo en el que todos eran jefes. Transcurrían los años 1966 y 1967 cuando la oficina de Correos de su pueblo natal tuvo a una mujer como máxima responsable. Era lo nunca visto.

Maruja desgrana su historia con gran precisión. Es difícil intuir que en apenas un año dará la bienvenida al centenario. Lo cuenta ella: viaja en el tiempo para disparar fechas con holgura. Fue en 1937, con dieciocho primaveras, cuando comenzó a trabajar para Correos. Llevaba ya dos años en la ciudad del Apóstol. Al finalizar Bachillerato y aprobar la reválida optó por no correr riesgos y no dejar su fututo laboral en manos de una única opción. Se matriculó en Filosofía y Letras al tiempo que opositaba para Correos. No tardó en empezar a trabajar.

Prosiguió con su vida en Santiago y los planes empezó a organizarlos para dos. Él tenía treinta y dos años y ella dieciocho. Pronto intuyó que sería el amor de su vida, ahora, que echa la vista atrás, puede confirmarlo. Se fue demasiado pronto, cuando Maruja había cumplido veintinueve y tenía tres hijos, la mayor de solo tres años, a los que criar. Ya había abierto la oficina de Correos de A Estrada y procuraba conciliar. Para salir adelante se obligó a agarrarse a lo positivo. Y a no soltarlo. “Era el momento de apoquinar, pero tuve mucha suerte. Cuando no era una beca, era un atraso o un aumento”. Quien dice suerte, dice tesón. Fortaleza. Contó también con el apoyo de su familia: su padre, José Docampo, quiso regalarle un comercio, pero Maruja siempre tuvo claro que su sitio estaba en Correos.

No eran buenos tiempos para una mujer viuda. Para cobrar tenía que ir una vez al mes a Pontevedra y “estaba mal visto que una mujer cogiese sola el coche de línea”. Siempre le acompañaba una amiga en el trayecto en autobús. De vuelta al trabajo, había mucho que hacer: “No había horario y la oficina estaba siempre en movimiento, con muchos envíos internacionales de  países como Francia”. Habla tanto de giros de las personas emigradas como de correspondencia. “Antes se escribían muchas cartas, es una pena que se esté perdiendo, la juventud de ahora está obsesiona con el móvil e Internet”. Ensalza la libertad ganada, pero pone el punto de mira en la dependencia que está acarreando tanta tecnología.

Maruja es una mujer crítica. En parte, gracias a sus aficiones, a las que pudo dedicarse plenamente cuando se jubiló. Al encender el televisor se decanta por las tertulias políticas y lee mucho. Devora. Un repaso por las estanterías de su casa desvela sus gustos: es una apasionada de la historia, especialmente de la egipcia. Así lo reconoce. Y lo confirman títulos como Ramsés. La dama de Abu Simbel. También dedicó muchas horas a la pintura. En su hogar, solo los cuadros hacen sombra a los libros. “Tengo contabilizados más de doscientos lienzos”. Decoran un sinfín de paredes, pero guarda un pequeño inventario en forma de fotografías perfectamente ordenadas. Hay desde óleo y pastel hasta plumilla, pasando por tinta china.

Cuando una se encuentra con una persona como Maruja no puede querer otra cosa que seguir escuchando. Aprendiendo. Y retarla a una partida al Rummikub, ese juego de lógica y estrategia en el que hay que hacer grupos de números y en el que gana el participante que antes se quede sin fichas. Todas las tardes de invierno acude a casa de una amiga a jugar. Aunque, reconoce, que se decanta por el verano, cuando el tiempo invita a los paseos y a pasar más tiempo en la calle. Pero, sea la estación que sea, esta mujer que también fue catequista durante años abre el armario y se viste con elegancia. “Hay que arreglarse siempre”. Da gusto verla.