
Un banco de piedra. Cada vez que pienso en Enrique recuerdo el lugar en el que nos conocimos. Intuyo que fue un mal presagio que nuestro primer encuentro fuese allí, pero no había alternativa posible. Su calma y mi prisa. Su certeza de que las cosas sucederían cuando llegase el momento oportuno y mi impaciencia por precipitarlo. Dos formas contrapuestas de vivir pueden producir un mismo resultado: la pérdida del amor al que nos aferramos con la convicción de que no hay otro posible. Fue él el primero en hacerse añicos, después – y aunque no es relevante en este relato – le seguí yo. Esta es su historia. Empieza en el lugar del que fue incapaz de alejarse.
El día que Enrique nació, su padre, que trabajaba en las inmediaciones de la plaza de Cort, en el centro de Palma, recibió una llamada de su mujer alertándole de que había roto aguas. Comenzaba el verano, Mallorca estaba repleta de turistas que calzaban chanclas y calcetines y el sol secaba todo lo que encontraba a su paso. Debió languidecerle también a él. Compró una botella de agua y se sentó a beberla, dando tímidos y nerviosos sorbos, en el banco que recorre la fachada barroca del ayuntamiento. Conocido, oportunamente, como el banco ‘si no fuera por’. Mientras su padre se aferraba al calor y al cansancio, su madre maldecía haberse casado con él. Los primeros y únicos improperios que la mujer lanzó en su vida fueron a unos desconocidos. Unas horas después, y todavía a solas, la comadrona le daba en brazos a su único hijo. No tuvo ganas de repetir.
Pasarían cuarenta años hasta que nuestras vidas se cruzasen. Se presentó como Enrique Kelly, el pseudónimo que utilizaba como escritor en sustitución de un García que decía tener poco gancho y que a mí me parecía una forma de alejarse él también de su padre. No tenía ningún libro publicado, pero siempre llevaba consigo una libreta con tapas de cuero, un tanto carcomidas, que abría y cerraba constantemente para tomar anotaciones. Así me lo encontré. Piernas cruzadas, mirada perdida y con un bolígrafo haciendo acrobacias entre sus larguísimos dedos. Tenía manos de pianista, y lo fue durante un tiempo, en ese período de juventud en el que no queda más remedio que obedecer a las madres.
Tengo esa imagen grabada, pero he olvidado los motivos que propiciaron que hablásemos. No tardé en descubrir que no conocería a otra persona igual de elocuente. Había crecido entre palabras y su dominio de las mismas estaba siempre acompañado por un tono impecable: modulaba la voz hasta en los comentarios más irrisorios, generando en su interlocutor aquello que se propusiese: curiosidad, júbilo, desconsuelo, miedo… En mí siempre generó fascinación. Una atracción que me llevó a compartir banco durante un año. El año que, junto a él, vi la vida pasar.
Leía y escribía al otro lado de una plaza que era un bullicio constante de gente. Comenzamos compartiendo nuestra historia y terminamos intercambiando la de otros: muchos de los mejores libros que leí fueron un préstamo suyo y quiero creer que él disfrutó de la misma manera con los míos. Nunca llegué a saberlo. Tampoco me los devolvió. En compensación, la última vez que lo vi, me hizo un regalo que me permite creer que todo – y nada, porque una inmensa nada es lo que hubo – fue mutuo.
Fue después de esa última vez cuando tuve acceso a sus anotaciones. Al libro por el que tanto le preguntaba y que solo entonces comprendí que no llegaría a consumarse. Las palabras que a mí me hipnotizaban, para Enrique no eran más que esbozos que había que pulir. Los textos, aunque inconexos, me resultaron bellísimos, pero los tachones y las flechas en todas las direcciones eran testigo de que no hay peor exigencia que la que uno se impone a sí mismo. Su historia, la verdadera, con inseguridades y decepciones, es la que se encontraba allí. La que nunca terminaría y dejaba en mis manos.
La trama del libro se entremezclaba con cavilaciones y cartas. Largas hileras de palabras que no se había atrevido a enviar a su destinataria. Pude ver a su padre bebiendo, de la misma forma que él escribía, a la espera de que las cosas sucedan y obviando que cuando uno no aparece se le deja de aguardar. Había algunas palabras en chino, el idioma que escucharía día a día, una y otra vez, si se hubiese marchado con la persona a la que no era capaz de olvidar. Su texto era la recreación de la vida que no tenía y ya no podía tener. Se imaginaba escribiendo desde las afueras de Pekín, en la casa desde la que recibió correspondencia y más de una invitación, una historia tan distinta a la que puedo completar yo, la de las excusas y los frenos. La de si no fuera por.