Una semana cualquiera

Faro de Corrubedo

Temporada de diarios: el género literario que se mira en el espejo. Cuando el suplemento cultural de El País, Babelia, reunió por videoconferencia a Héctor Abad Faciolince, Andrés Trapiello, Elvira Lindo y Laura Freixas para hablar de un género que los cuatro dominan yo ya me había enganchando a varios diarios sobre el confinamiento. Como, a nuestra vida, incorporamos un poco de todo lo que nos encontramos, añadí un par de lecturas a la lista de pendientes – cada vez que parece que va a disminuir vuelve a crecer – y seguí dándole vueltas a la idea de narrar el transcurso de una semana. Siete días en los que quizá no pasaría nada merecedor de ser contado, pero alguien me ha convencido de que es en ese espacio de tiempo, en el que las alegrías y los dramas palpables no distorsionan todo lo demás, cuando cobran peso la infinidad de pequeñas cosas de las que nos rodeamos.

Lunes

Empecé la semana como concluí la anterior: corriendo. Con el inicio de la desescalada una amiga y yo nos fijamos el propósito de llegar a la nueva normalidad haciendo cinco kilómetros en media hora de forma cómoda. Es un objetivo modesto, especialmente para deportistas, pero cada día que alcanzamos la pauta establecida me siento orgullosa. Esta vez nos tocó correr 15 minutos, caminar 3, volver a correr 15 y caminar 3. La vida es una constante repetición. Por primera vez al mirar el reloj ya habíamos sobrepasado el objetivo marcado. Sonreímos. Es una de esas pequeñas cosas a celebrar.

Martes

De la vida asusta no saber cuánto va a durar esa sonrisa. Con la gente retomando su rutina, las calles vuelven a estar repletas de distintas circunstancias, que las mascarillas ayudan a disimular. La vida es un chiste con triste final, el futuro no existe, pero yo le digo bonito, todo me parece bonito. Pau Donés pervivirá en sus canciones. Hay letras que merecen que las memoricemos bien.

Miércoles  

Recorrí los 10.000 kilómetros que separan la ciudad china de Gaomi y Estambul en un día y sin salir de casa. Terminé Rana, el libro de Mo Yan que gira en torno a la política del hijo único; y ya por la noche comencé Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo, la última novela de Elif Shafak. Tanto uno como lo que llevo del otro merecen la pena por el desarrollo de la historia, de los personajes y de la ambientación. Leer es otra forma de viajar; de descubrir lugares que nunca pisaremos, de prepararnos para visitarlos o de recordarlos. Tengo Turquía todavía reciente y a las puertas de un verano en el que no se podrá ir muy lejos disfruto repasando algunos de sus rincones. Hay descripciones que según se leen dibujan lugares. Las calles se empiezan a llenar de edificios altos o bajos, antiguos o modernos, con cafeterías o tiendas de moda que tienen una estética u otra en función de donde se ubican.

Jueves

No es, realmente, una semana cualquiera. Cuando decidí escribir el diario de una semana, pensé en posponerlo un poco para que fuese ésta la que narrar. Todo iría sobre la marcha, salvo el jueves. Tengo mi cumpleaños marcado en fosforito en el calendario, pero también tengo destacado algún otro. Como el de hoy, el de mi hermano, que coincide con el de mi abuela paterna. Él no apunta con rencor quién se acuerda y quién no, pero aprovecho, igualmente, para felicitarle también por aquí. La celebración fue, además, el rencuentro con mis sobrinos. Lo dicho, no es una semana cualquiera.

Viernes

No podemos irnos muy lejos, pero se han diluido ya las fronteras entre las provincias gallegas. He dado el salto a A Coruña para pasar el día en Corrubedo. Sus dunas, el faro, el pueblo y la playa de A Ladeira son algunos de los muchos paraísos en los que merece la pena perderse este verano. La cercanía no debería restar encanto.

Sábado

Cuando las comidas sustituyen a las cenas, una se empieza a hacer mayor; cuando la pregunta de qué llevar no se refiere a la bebida, una ya se ha hecho mayor. Preparé dos tortillas. Una sin y otra con cebolla. Lloré pelándola. Tengo una amiga que dice que por eso la prefiere sin ella, pero yo creo que, además de mejorar el sabor, no pasa nada por llorar de vez en cuando.

Domingo

Le he dado un respiro a En terapia. Con el confinamiento enganché serie tras serie: Peaky Blinders, Succession, La amiga estupenda y ahora estoy finalizando el drama protagonizado por un espléndido Gabriel Byrne, en el que se presenta la vida de los personajes en el momento que acaba de partirse. Es cruda. Muestra al ser humano sin mascarillas, con todas sus vulnerabilidades, pero invita a la empatía. Lo sustituí por Mi historia, el documental que cuenta en primera persona la vida de Michelle Obama, poniendo el foco de atención en una comunidad, la afroamericana, que todavía es vista desde arriba por una parte de la sociedad. Una amplia mayoría nos hemos escandalizado estos días con una cifra. 8 minutos, 46 segundos. El siguiente paso debería ser preguntarnos cómo miramos.

Hay una frase del documental, que Michelle dedica a Barack cuando este se cuela en pantalla, que me parece el cierre más honesto posible para cualquier diario: “Este es mi libro, mi versión de la realidad”. Una siempre escoge. Primero lo que escribe, luego lo que publica. Esta elección puede ser una adulteración de los acontecimientos o algo mucho más simple: no todos vemos las cosas desde el mismo enfoque. No he puesto nombres en este diario semanal porque es mi realidad y he omitido iniciales para no llevar a las confusiones de las que habla Trapiello en El País: Cuando dices “me he encontrado con X, que es una persona inteligente”, nadie se da por aludido. Pero si dices “me he encontrado con X, que me parece un idiota”, hay 20 personas que se postulan a esa X.

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El chico de las listas

Cascada de Godafoss, Islandia - Fotografía de David Aguilar
Cascada de Godafoss, Islandia – Fotografía de David Aguilar

Ignoro cómo definir este texto. Le he dado ya unas cuantas vueltas, con el objetivo de describirlo de la forma más oportuna, pero soy incapaz de acertar con la terminología adecuada. ¿Es una carta? ¿Quizás un diario? Escribo a alguien, a una persona importante, pero no lo leerá. Puede que, entonces, esta retahíla de palabras se asemeje más a un cuaderno personal, en el que los acontecimientos se describen sin el temor a que algún curioso, ávido de chismorreo, juzgue mi forma de sentir. Mi forma de vivir.

Digamos que es un diario. Sí, un diario que comencé a escribir hace unos años y que hoy retomo para cerrarlo: incorporarle un último capítulo que permita desprenderme de las historias que nos quedaron pendientes. Siempre fuiste el más organizado de los dos. El chico de las listas. Plan. Fecha. Check al terminar. No puedo evitar sonreír al hacer este trazado yo también. Una línea descendente, que luego se eleva simulando una V, pero continuando la escalada más allá del punto de partida. Lo dibujo siempre a mano, como cuando los profesores daban el visto bueno a los deberes, que ya entonces tú guardabas en riguroso orden mientras yo acumulaba folios por aquí y por allí sin llegar nunca a encontrarlos en el primer intento. Hoy trazo el check, tu check, por última vez.

Cascada de los dioses, Islandia. 28 de septiembre de 2019

Es el último día del viaje. No lo mencioné antes, pero escogí las fechas para recorrer Islandia ciñéndome a lo que siempre habíamos hablado. Hoy compruebo que cualquier época es buena para visitar este país mágico, pero que toda la información recabada en esas ensoñaciones en las que te sumergías y me arrastrabas estaban bien encaminadas. Era solo una anotación más en la lista, en mi parte favorita de la lista. Películas, libros, actividades y viajes. Cuatro categorías que no paraban de engordar y que culminan con el alquiler de la caravana en la que recorrer el lugar en el que ahora me encuentro. Decías que vendríamos en marzo o en septiembre, por el incremento de la actividad solar que se da en los equinoccios, sin que los días se coman las noches: todavía no son blancas y es en la oscuridad donde surge la magia. Nuestras ansiadas auroras boreales.

Me encuentro en el norte de la isla. Comencé el nuevo día con un final; pasando las últimas páginas de La transparencia del tiempo, en el que Leonardo Padura vuelve a dar vida al detective Mario Conde, y quedándome un rato en silencio, con el libro, ya cerrado, en las manos. El hecho de concluir algo siempre me produce un poco de nostalgia. Encandilada con el escritor, cuando terminé El señor que amaba a los perros me invadió la sensación de que necesitaba un personaje que no me abandonase tan pronto, y por eso compré los ocho tomos en los que este curioso detective, con nombre de empresario, realiza sus pesquisas. Lo guardé en el fondo de la mochila, aprovechando para sacar de su interior la cámara y el trípode con los que inmortalizar el amanecer en Kirkjufell. La montaña de la iglesia tiene forma de campanario pero también de sombrero de bruja o de cucurucho de helado, que en esto de sacar parecidos siempre hay quien encuentra uno nuevo que se aproxima más. Varío varias veces de encuadre y pongo la casa andante en marcha.

Me esperaban cerca de cuatrocientos kilómetros por delante. Más de cinco horas por una carretera, buena parte por la Ring Road – que pronto podría protagonizar tantos souvernis como la Ruta 66 – en la que cada parada merece la consideración de destino final: la cascada de Godafoss, con orientación norte, me dejó muda cuando funcionó de espejo de la aurora boreal que tanto imaginamos. Mutaron los colores de la noche y el brillo que lo invadió todo fue el de tus ojos verdes justo antes de cerrarse y dejarme una lista por completar.

La diferencia entre lo que leo y lo que escribo está en quién decide que ha llegado la hora de elegir un final. Siempre hay la opción de dejar una lectura a medias, incluso de no pasar más allá de la primera página, pero es el escritor quien le busca un desenlace que, por muy prematuro que nos resulte, no podemos postergar. De mi historia, que hasta ahora no es otra que la nuestra, nadie puede decir que haya intentado  precipitar el final. En el más absoluto silencio islandés, recordé como bajabas la voz en los desencuentros, convencido de que para captar la atención es más útil susurrar que alzar el volumen. No sabía lo difícil que era mantener los recuerdos sin anclarse en el pasado. He necesitado completar una lista – con sus cuatro correspondientes apartados – para comprender que llevo demasiado tiempo haciendo planes como si todavía estuvieses: ver una aurora boreal. Septiembre 2019. Check.

Mar, memoria y vida

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Todos tenemos una forma de despejarnos, de evaporarnos de un mundo que por momentos se comprime hasta alterar la percepción que tenemos de él y de lo que en él sucede. Tengo un amigo que siempre que quiere huir lo hace por carretera: conducir le lleva a un estado de desconexión. Focaliza sus esfuerzos en mantener el rumbo del coche, que es algo más fácil que mantener el de nuestras vidas, aunque quememos mucho embrague inicialmente. Me lo imagino escuchando a The Killers a todo volumen – y subiéndolo todavía más cuando suena When you were young – mientras el mundo vuelve a expandirse lentamente. Otros prefieren correr y borrar, con cada bocanada de aire que acaricia la cara, aquello que les hace correr.

Esa liberación, para mí, la produce el mar. Pienso en los instantes que me devuelven a la calma y siempre se cuela en ellos esa fulgurante y seductora masa azul. Cuentan mis padres que cuando era una niña tenían que llevarme en brazos de la toalla al agua porque esa otra masa marrón me sobraba en las excursiones a la playa. Quizá todavía quede algún resquicio de eso: sacudo la toalla al volver del agua con la misma fuerza que se sacuden los problemas. Ese zarandeo es, sin embargo, solo un añadido prescindible. Es el de las olas deshaciéndose en la orilla el que ejerce de desconexión.

Allí, en los numerosos allí donde el mar se disfruta, puede sentirse que el mundo es un lugar hecho a la medida de los sueños humanos, en el que la balanza siempre se equilibra de la misma forma que lo hace el nivel del mar debido a las fuerzas de atracción gravitatoria. La naturaleza, ajena a nuestra existencia, sigue su curso y regala una visión capaz de hacernos olvidar, por unos instantes, las penas y frustraciones. No he visto amanecer o atardecer más bonitos que en los que el sol se refleja sobre el agua, mudando su brillo y su color, de la misma forma que todos comenzamos y finalizamos el día frente al espejo, donde sólo vemos una parte de lo que somos. Sobre todo lo demás ­– ­lo más enigmático del mar tampoco está a la vista ­– han escrito infinidad de poetas: “¿Quién es el mar?”, pregunta Borges, “El Lucifer del azul, el cielo caído, por querer ser la luz”, responde García Lorca.

En El Mar, de John Banville, el mar es la memoria. “El mundo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas que se aprietan entre el cielo y la tierra”. Recuerdos que van y vienen al compás de las olas y que son, con los adornos que le incorporamos, lo que nos queda de la realidad. El mar es memoria, pero también vida: calma y tempestad. Guarda las más bellas imágenes, pero también las grandes tragedias, los naufragios que deja a su paso. Entonces, te das cuenta que lo que imaginas en otros hay un poco de ti. No suena a todo volumen, a ningún volumen, pero ahí está, mientras alcanzas un estado de equilibrio.  “And sometimes you close your eyes, and see the place where you used to live when you were young”.