Todos tenemos una forma de despejarnos, de evaporarnos de un mundo que por momentos se comprime hasta alterar la percepción que tenemos de él y de lo que en él sucede. Tengo un amigo que siempre que quiere huir lo hace por carretera: conducir le lleva a un estado de desconexión. Focaliza sus esfuerzos en mantener el rumbo del coche, que es algo más fácil que mantener el de nuestras vidas, aunque quememos mucho embrague inicialmente. Me lo imagino escuchando a The Killers a todo volumen – y subiéndolo todavía más cuando suena When you were young – mientras el mundo vuelve a expandirse lentamente. Otros prefieren correr y borrar, con cada bocanada de aire que acaricia la cara, aquello que les hace correr.
Esa liberación, para mí, la produce el mar. Pienso en los instantes que me devuelven a la calma y siempre se cuela en ellos esa fulgurante y seductora masa azul. Cuentan mis padres que cuando era una niña tenían que llevarme en brazos de la toalla al agua porque esa otra masa marrón me sobraba en las excursiones a la playa. Quizá todavía quede algún resquicio de eso: sacudo la toalla al volver del agua con la misma fuerza que se sacuden los problemas. Ese zarandeo es, sin embargo, solo un añadido prescindible. Es el de las olas deshaciéndose en la orilla el que ejerce de desconexión.
Allí, en los numerosos allí donde el mar se disfruta, puede sentirse que el mundo es un lugar hecho a la medida de los sueños humanos, en el que la balanza siempre se equilibra de la misma forma que lo hace el nivel del mar debido a las fuerzas de atracción gravitatoria. La naturaleza, ajena a nuestra existencia, sigue su curso y regala una visión capaz de hacernos olvidar, por unos instantes, las penas y frustraciones. No he visto amanecer o atardecer más bonitos que en los que el sol se refleja sobre el agua, mudando su brillo y su color, de la misma forma que todos comenzamos y finalizamos el día frente al espejo, donde sólo vemos una parte de lo que somos. Sobre todo lo demás – lo más enigmático del mar tampoco está a la vista – han escrito infinidad de poetas: “¿Quién es el mar?”, pregunta Borges, “El Lucifer del azul, el cielo caído, por querer ser la luz”, responde García Lorca.
En El Mar, de John Banville, el mar es la memoria. “El mundo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas que se aprietan entre el cielo y la tierra”. Recuerdos que van y vienen al compás de las olas y que son, con los adornos que le incorporamos, lo que nos queda de la realidad. El mar es memoria, pero también vida: calma y tempestad. Guarda las más bellas imágenes, pero también las grandes tragedias, los naufragios que deja a su paso. Entonces, te das cuenta que lo que imaginas en otros hay un poco de ti. No suena a todo volumen, a ningún volumen, pero ahí está, mientras alcanzas un estado de equilibrio. “And sometimes you close your eyes, and see the place where you used to live when you were young”.